Historias de Horror

Un grito en la oscuridad

Con cada paso que la niña escuchaba, el corazón le daba un golpe fuerte en el pecho y lo sentía cada vez...

Written by Eduardo Ferrón · 8 min read >
Un grito en la oscuridad

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Fuera de la casa los árboles danzaban con el viento, arrojando figuras caprichosas contra la ventana de su habitación. Violeta tendría unos siete años de edad y su imaginación desbocada le hacía temblar hasta la médula. Por si esto fuera poco, en el lavabo de la cocina había una fuga que, aunque pequeña, emitía un sonido cadencioso, como pasos de personas que se acercaban cada vez más hasta la puerta de su habitación.

Con cada paso que la niña escuchaba, el corazón le daba un golpe fuerte en el pecho y lo sentía cada vez más pesado. En su cabeza todo daba vueltas. Era como estar en un torbellino del que no se puede hacer algo para escapar.

De pronto se hizo un silencio, como si todo se confabulase para que Violeta escuchara claramente la voz de un niño llamando:

«Mamá».

Al escucharlo sintió un miedo terrible, pues el sonido había salido de su cama, de entre las sábanas y, para ser preciso, de la muñeca que tenía entre los brazos, que fue a dar al suelo cerca de la entrada.

La niña lanzó gritos desesperados que despertaron a sus padres, quienes llegaron poco después para encontrarla temblando y con el rostro oculto entre las piernas.

Encendieron las luces y la abrazaron. Lograron calmarle después de un par de horas, pero cuando el papá levantó la muñeca del suelo y la puso entre los brazos de la niña, los gritos reiniciaron con más fuerza.

Habrá requerido otros quince minutos tranquilizarla y otra media hora convencerla de que se trataba tan solo de una muñeca de plástico. Para lograrlo, el papá presionó una de las manos donde había un sensor. La bocina produjo un «Mamá» con una voz artificial. Luego puso la muñeca boca abajo y abrió el compartimiento de las pilas, quitándolas una a una, cuidando que Violeta lo observara.

«Es sólo una muñeca» le dijo, luego la depositó sobre el baúl de los juguetes en un rincón del cuarto. Arroparon a la niña y le hicieron prometer que intentaría dormir, apagaron las luces y cerraron la puerta detrás de ellos.

Violeta permaneció sola en la habitación, con los ojos cerrados, temerosa de abrirlos y que todo comenzara de nuevo. Escuchó a sus padres regresar a su habitación y meterse a la cama. Hablaron durante unos segundos, pero no pudo comprender lo que decían, pues el sonido llegaba distorsionado por las paredes que los separaba.

Afuera de la casa el viento retomó su escándalo, como su hubiese esperado a que los padres dejaran la habitación para regresar a atormentarla. Hasta podía jurar que las sombras regresaban a la ventana y ahora se asomaban para espiarla. Podía escuchar unos dedos largos rasguñando el marco de madera, y un aliento impregnar el vidrio de la ventana.

Incluso los pasos en la sala habían regresado, cada vez más fuertes y cercanos. Daba la impresión de que había más personas que antes, como si algo las se hubiese congregado. Escuchó un ruido extraño aquí y allá, además de un sonido similar a un murmullo, como aquél ruido que hacen las personas que se reúnen en las salas de una funeraria.

Todo esto hacía que Violeta se sintiera cada vez más asustada, pero nada le hizo apretar tanto los ojos, como escuchar aquel el sonido que produce una pieza de plástico al resbalar por el baúl de madera, caer al suelo y dar pacitos rápidos hasta alcanzar su cama, colgarse de las sábanas y dar pequeños tirones para subirse y sentarse junto a sus pies.

Las orejas le dolían y tenía los dientes tan apretados, que las encías le sangraban. Entonces sucedió de nuevo, el viento, los rasguños en la ventana y los pasos en la sala, todo se puso en silencio por un instante y, de la nada, a escasos centímetros de su cara, la muñeca llamó de nuevo:

«Mamá».

Eso fue más de lo que pudo soportar y comenzó a gritar, presa del pánico, y continuó de esta manera hasta que sus padres estuvieron junto a ella, no sin antes haber tenido que encender las luces y arrancarle las sábanas de las manos.

Violeta estaba tan fuera de sí, el miedo se había instalado en su corazón y la había herido tanto, que sus ojos parecían dos pozos negros y profundos.

No lograron reconfortarla, así que la madre tomó a Violeta entre sus brazos, salió de la habitación, subió las escaleras y la acostó en su cama.

El papá las escuchó alejarse. Sentado en al cama de la niña, se preguntó qué es lo que estaba sucediendo. No podía comprenderlo, todo en la habitación parecía estar en orden. Todo estaba en su lugar, salvo la muñeca que ya no estaba sobre el baúl, sino en la cama y entre las sábanas.

¿Cómo pudo suceder?, se preguntó. ¿Por qué tomaría la muñeca, si un momento antes le aterraba?

Pero era tarde y estaba muy cansado. Lo que deseaba era regresar a la cama y tratar de dormir un poco más. Así que apagó las luces y entonces observó que las sombras, producto de un farol al otro lado de la calle, se dibujaban en el marco de madera y se movían con el viento.

«Niños» pensó, luego tomó la muñeca y la guardó dentro del baúl. Al cerrar la tapa sintió un escalofrío que le subió por la espalda.

Antes de regresar a su habitación pasó por la cocina y apretó la llave del grifo. Las sillas en el comedor y los sillones en la sala estaban desordenados. Las pinturas ya no estaban en las paredes, sino en el suelo, apiladas cerca de la puerta de la entrada.

Pensó arreglarlo en la mañana, así que pasó de largo camino a su habitación.

Ya en la cama pensó una vez más en lo que había ocurrido, luego apagó la lámpara en el buró. Su esposa estaba a un lado, con la hija entre los brazos. Le escuchaba cantarle y susurrarle palabras dulces al oído.

En la calle se escuchó a un perro ladrar varias veces, un lloriqueo y luego un golpe dentro de la casa. No le prestó atención, la mente se le escapaba, aunque una parte de ella se aferró a este hecho, como si no quisiera apagarse sin antes resolver este último misterio.

Las puertas están cerradas, pensó. El gato se quedó fuera, tal vez está intentando entrar por alguna de las ventanas.

Sí, eso debía ser, se sintió satisfecho con la respuesta. Pero justo antes de caer en la profundidad del sueño, algo lo trajo de vuelta: era el rechinar ahogado de una puerta y el sonido de unos pasitos ahogados por el tapete.

Pero su mente cansada le encontró una solución rápida: es el viento, quizás. Sin embargo, antes de abandonarse por completo al sueño, algo ocurrió que le hizo saltar de la cama y golpear la lámpara en el buró, que cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos, escuchó la voz de un niño llamando:

«Mamá».

El sonido fue tan claro, divertido y natural, como la voz de un niño pequeño de acaso unos tres años de edad. Era el llamado de una criaturita que corre entre los pasillos de la casa y sube a la cama para despertar a los padres. Casi podía escuchar de nuevo aquella risa juguetona, los balbuceos y la forma en la que siempre seguía a la mamá, su esposa.

¿Podía ser? ¿Había escuchado a su hijo, que le miraba siempre con esos ojos puros y cristalinos? Su niño, que había muerto un año atrás ahogado mientras tomaba un baño en la tina. Que no podía ser porque había muerto hace un año. ¡Que era imposible que fuera, porque estaba muerto!

Su esposa lo había escuchado también y había hecho casi lo mismo. No podía verla bien, pero estaba parada al otro lado de la cama, temblando de pies a cabeza y sostenía a su hija, aún entre sus brazos.

Se miraron por unos segundos, no comprendían lo que estaba sucediendo.

«Mamá», se escuchó de nuevo.

Él alcanzó el interruptor y encendió las luces. Su esposa estaba pálida, con una mano se cubría la boca y con la otra sujetaba a Violeta. Pero los ojos, estos no podían desprenderse de la cama. Allí estaba la muñeca, con el rostro entre los pliegues de las sábanas.

Los observaba.

Se acercó a la muñeca, convencido de que debía tratarse de una falla o una broma. Miró a Violeta, tenía los ojos en blanco.

Miró a su esposa, quien tenía la cara tan pálida, que parecía enferma.

Levantó la muñeca para examinarla. No había algo raro en ella, nada extraño en absoluto. Le quitaría las pilas y regresarían a la cama, ya tendrían tiempo de sobra en la mañana para explicar cómo había llegado hasta la cama. Pero justo cuando se disponía a abrir el compartimiento de las pilas, recordó que ya no las tenía. Él mismo se las había quitado.

El cuerpo se le puso tieso y un escalofrío le cubrió la espalda.

Miró la muñeca a los ojos. Era curioso, sentía que mientras más los observaba, se tornaban más vivos y naturales, cristalinos y brillantes. Tan naturales, que le dio la impresión de que parpadearon. No una, sino dos veces.

No podía comprenderlo, de pronto los oídos le zumbaban y el corazón le latía de prisa.

No podía ser, se repetía una y otra vez mientras bajaba las escaleras y caminaba hasta el taller detrás de la casa. Su esposa le seguía de cerca, se había quedado muda y temblaba notablemente, con los ojos rojos y llenos de lágrimas.
Abrió las puertas con un puntapié y aventó la muñeca sobre una mesa, esta cayó sentada. Tenía la mira fija en él, con una sonrisa.

«Mamá» volvió a decir, con una risa siniestra.

Eso le hizo perder los estribos, así que levantó la muñeca y reuniendo todas sus fuerzas le arrancó la cabeza de un tirón. Pudo jurar que al hacerlo escuchó huesos romperse y que al desprenderse del cuerpo, un chorro de sangre le resbaló por los brazos. Sintió el olor de la sangre, caliente y pulsante.

Aventó el cuerpo de la muñeca contra la pared, donde rebotó y cayó de vuelta en la mesa. Sentada. Completa. Con cabeza, sonrisa y todo. Con la mirada azul y brillante. Como si todo le resultase divertido.

«Mamá», dijo de nuevo.

Sintió como si el corazón se le congelara.

«Mamá».

No podía creerlo.

«Mamá», decía, cada vez más alegre.

Tomó el martillo de un estante y la golpeó en la cabeza, una y otra vez.

«Mamá».

Con todas sus fuerzas.

«Mamá».

Con lágrimas en los ojos.

«Mamá».

Escuchando esa risa que hacía que le ardiera la cabeza.

«Mamá».

La tomó del cabello, como quien agarra una serpiente.

«Mamá».

Y salió del taller corriendo tan rápido como le permitieron las piernas.

«Mamá».

Tropezaba y se levantaba de nuevo, pero logró llegar al rincón más alejado del patio donde había un pozo.

«Mamá» dijo la muñeca, pero esta vez ya no se escuchaba tan divertida.

Le costó mucho mantenerla entre sus manos, pesaba cada vez más y más. Entonces la criatura chilló como una fiera y logró liberarse. Le clavó las uñas o los dientes en uno de sus brazos. Sentía las navajas clavarse en la piel y destrozarle los músculos y tendones de la mano. Sintió su sangre esparcirse por un costado y embarrarse en el suelo.

Logró meter el brazo en el pozo justo cuando aquella cosa le trepaba por el codo. Entonces lo azotó contra la pared rocosa una y otra vez, desesperado, rompiéndose más huesos en el proceso.

Aquella cosa cayó chillando, rebotando entre las paredes. La escuchó alejarse durante varios segundos que le parecieron interminables.

Con las fuerzas que le quedaron, reunió piedras y tablas para tapar el pozo. Lo hizo rápido y metódico. Lo hizo con una mano. Con miedo, pensando que en cualquier momento esa criatura podía trepar por la pared rocosa.

Pero lo que ocurrió fue que desde el fondo del pozo, tan oscuro que no podía ni imaginarlo siquiera, le llegó un sonido familiar, como aquel que hacen los niños cuando juegan en la bañera, salpicando agua por todas partes.

El sonido le llegó apagado al principio, pero muy claro después, como si el túnel de piedra amplificara aquellos sonidos, multiplicándolos y lanzándolos a la oscuridad de la noche.

La escuchó llamar de nuevo «Mamá», de una forma inocente y jovial. La escuchó varias veces más, pero ahora no supo decir si venía del pozo o dentro de su cabeza.

Llorando y tambaleándose, llegó hasta la casa. No pudo encender las luces, pero con la poca luz que se filtraba por las cortinas llegó a la sala y se sentó en el suelo junto a su esposa.

«Mamá», escucharon a lo lejos.

La casa estaba de cabeza. Las sillas del comedor estaban ahora en la sala. Los sofás de la sala ahora estaban cerca del baño. La llave del grifo en la cocina estaba abierta. Los vasos y cubiertos, regados por todos lados.

«Mamá».

Los tres se abrazaron y cerraron los ojos para esperar el amanecer.

«Mamá».

Hay quienes dicen que el pozo aún existe y que en las noches de luna llena aún se puede escuchar a la muñeca llamando por su madre. Dicen que se escucha una risa inocente y el sonido del agua, como si estuviera jugando en la bañera.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

Written by Eduardo Ferrón
Desarrollo software, tomo fotografías y escribo pequeñas mentiras. En este sitio publico algunas de ellas y platico sobre mis muchos libros que algún día terminaré y publicaré. Profile

La mitad oscura

Eduardo Ferrón in Historias de Horror
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