La puerta de la combi se cerró y el vehículo reinició su camino con un fuerte empujón hacia atrás. La gente se sujetó con fuerza a los barandales y quienes no tenían uno tuvieron que clavar los pies en el suelo. Un breve instante después, salían todos disparados de nueva cuenta hacia delante.
Doña Rosita, una dama de edad avanzada no podía más que quejarse. Don Ramón, un carnicero que había tenido que cerrar el puesto ese día, maldecía al conductor. Los demás se miraron unos a otros con ojos desaprobatorios. Solo Perla miraba por la ventana, ajena a la situación.
Esa mañana había sido la más difícil de su vida, pues había dejado a Julito muy enfermo, en cama, y sin nadie quien le cuidara. Ya no le quedaba dinero, salvo el del transporte colectivo que le llevaría al trabajo. Confiaba en que las propinas fueran lo suficientemente buenas como para regresar a casa con el medicamento que tanto les hacía falta.
-¡Centro, centro! –gritaba el conductor.
La combi se detuvo y la puerta se abrió para dejar entrar a nuevo grupo. Entre ellos, un hombre de barba rala y más o menos larga, se sentó junto a Perla y le dirigió una sonrisa cordial. Ella no le prestó más atención que a los demás.
-Lo que sea que traigas en la cabeza, es mejor que le dejes ir por la ventana –dijo aquel hombre, regalándole otra sonrisa.
Perla le miró sin comprender. A decir verdad, no era tan anciano y tampoco un depravado. En sus ojos un destello se encendía de cuando en cuando y de su rostro la tranquilidad manaba como en una fuente.
-Quise decir, que necesitas concentrarte en lo que tienes que hacer y entonces encontrarás una solución a tus problemas.
Las palabras se colaron en su mente y de ellas una idea comenzó a florecer lentamente.
Llegaba Perla a su destino en ese momento y anunció la bajada. Miró a aquel hombre por unos segundos y salió del vehículo. La puerta se cerró de forma estrepitosa y la combi se alejó rápidamente. Ambos se miraron una vez más a la vez que la distancia tejía un lazo que parecía hilar sus mentes.
En su pecho una llama efervescente recorrió su cuerpo y en los labios le dejó un sabor a miel, reconfortándole de inmediato. Se dio cuenta de que, por más increíble que le pareciera el asunto, ya sabía exactamente lo que debía de hacer.
Caminó las últimas dos calles con el corazón en la mano. Justo antes de entrar al local, un joven estudiante, de enormes ojeras y corazón atribulado, salía apresurado del lugar y casi se golpearon. Sus miradas se enlazaron y ella le dirigió una sonrisa cordial.
La imagen la tomé de aquí.
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