Mi vecino tiene un perro que se llama Rocco. Mi automóvil se llama Rocco, pero eso no es lo importante.
El perro es un Pastor Alemán de un año de edad aproximadamente. Es un cachorro de unos cuarenta kilos que cualquiera juraría que trae encima unos diez años. Pero eso tampoco es importante.
Mi vecino Rocco es todo un personaje. Aún no nos conocemos, pero de escucharlo todos los días jugar en el patio, ladrar al camión de la basura y aullar de tristeza cuando se van sus dueños, me hace sentir que nos conocemos desde hace mucho tiempo. Pero esto tampoco es importante.
Su dueño acostumbra a lavar el automóvil los miércoles por la noche. Pone música bien fuerte, enjabona el coche, lo enjuaga, le quita las llantas y le pone otras. Deja caer las herramientas al suelo como si no le importara romper ni las lozas en el suelo, ni los tímpanos de la comunidad. Además tiene a Rocco cerca, quien deambula por el patio.
En varias ocasiones he pasado por ahí y he notado que la reja de su garaje está abierta de par en par, mientras nuestro amigo enjabona sus llantas. Me pregunté muchas veces si no le importaba que el perro se escapara, pero todas esas veces supuse que confiaba en el control que tenía sobre el perro. Hasta que un día sucedió.
Hoy en la noche Rocco se dio a la fuga. No sé cómo sucedió, no soy de esos vecinos que observan por la ventana todo el tiempo, pero el alboroto fue tan grande que si sumamos uno mas uno, pues se tiene que el perro se escapó.
Al final lo recuperaron. Escuché cuando lo encerraban de nuevo en el patio trasero y le decían “¡Aquí te quedas, estás castigado!” y azotaban la puerta. El perro gimió de tristeza.
La verdad es que no entiendo por qué el castigado es el perro, ¿no es acaso el vecino, quien con la misma confianza que le dieron al Titanic, lo dejaba con la puerta abierta? ¿No acaso el menso es el otro?
Mientras tanto, el perro está en el patio todo triste y yo estoy aquí escribiendo en el blog. De verdad que la vida opera de manera misteriosa.