El domingo paseaba con Max y, en una de esas, nos detuvimos para disfrutar de la sombra de un árbol, lo fresco del césped y de una deliciosa brisa que corría por el lugar. Es una de las cosas que disfruto de los domingos por la mañana.
Intentaba tomar una foto, cualquiera, y me encontré disparando esta precisamente.
Max tiene muchas cicatrices, la gran mayoría provocadas por él mismo. Ha pasado por muchas cosas, ha sufrido bastante, a pesar de lo mimado que está. Hoy, a sus casi doce años de edad, se para radiante (gracias a las vitaminas que le doy) y da pequeños brincos cuando tomo entre mis manos el collar. Sabe que vamos a pasear.
No pude evitar recordar el origen de cada una de esas cicatrices. No conozco todos, pero si noté cuando aparecieron y, viajando hacia el pasado, me di cuenta de cuanto tiempo Max y yo hemos estado juntos: si, casi doce años. Lo digo porque uno acostumbra a medir la vida en función de la propia, pero pocas veces se detiene a observar la de los demás.
Por cierto que Max no usa collar, salvo para salir a pasear. Alguna vez vivió encadenado, cuando no podía tenerlo conmigo, y me dolía el corazón cada vez que lo encontraba de esta manera.
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