Confieso que me gustan esas viejas películas de gángsters, sobre todo aquellas donde las metralletas cantan la canción de su gente el ochenta por ciento de la cinta.
¿Quién no se ha maravillado con las historias de Dick Tracy, o con la magia de Marlon Brando en El Padrino?
Recuerdo hace algunos años devorar las historias de esos libros. Mario Puzo era entonces un genio literario. Incluso mi auto lleva el nombre de uno de sus personajes.
Hoy salí a comprar comida a una cocina no lejos de casa. Cuando llegué, la señora bien preocupada hablaba con un señor que trabajaba en Hacienda, sobre una requisición de pago. Una amistad, por lo que entendí. La señora comentó entonces su frustración y desesperación, pues esto se suma a a una larga cola de problemas que tenía que resolver y no tenía ni el dinero ni los conocimientos para hacerlo.
Entre esas cosas, me habló de un hombre que llegó hace unos días para hacer que se afiliara a un grupo, diciendo que era una obligación por parte del gobierno. No solo eso, que como no tenía los sellos de años anteriores debía pagar esos también. Venía bien identificado, al parecer, y dejó a la señora aún más preocupada que antes.
Una googleada rápida me dijo que no era verdad.
Muchos pensamos que esas historias han quedado en el pasado, plasmadas en las páginas de unos libros condenados a olvidarse. Ahora me doy cuenta que los gángsters no han desaparecido, ni desaparecerán. Tan solo se han transformado, se han adaptado a la ciudad moderna. Los encuentras en todos lados y, como en las películas, pareciera imposible deshacerse de ellos.