La siguiente historia ocurrió cerca de un pueblo llamado Soledad de la Santa Ana, un lugar muy lejano y ya olvidado por todos.
Habían pasado pocos minutos de las doce de la noche, aunque en realidad nadie ha podido decir exactamente a que hora sucedió. En la atmósfera, como solía ocurrir en esa temporada, había mucha humedad y la temperatura había descendido más de lo normal. Algunas personas dijeron que al caminar por las calles, casi desiertas, el aire frío que soplaba hería como espadas arrojadas en todas direcciones.
Algunos pobladores de la región han creado diversas historias al respecto, todas haciendo alusión a la virgen María y sus misterios. Otros dijeron, como era de esperarse, que había sido el Diablo mismo quien había perpetrado ese hogar, para demostrarle a la gente que existe y que deberían temerle. Más y más historias, similares unas con otras, surgieron por todos lados, siempre con estos dos protagonistas y ninguna respuesta concreta.
Gente de todas partes visitaron el pueblo para conocer los hechos y participar en rituales espirituales, conmocionados por la historia y motivados por ese morbo tan característico en el ser humano. Negocios se abrieron y cerraron, que comerciaban con fragmentos del lugar, como prueba de su existencia. Pronto tales recuerdos fueron falsos y se comercializaron en algunos otros lugares de la región. El turismo fluyó y la economía del pueblo prosperó.
Al cabo de cien años, ya nadie recordaba ese trágico suceso que dio origen a ciudad tan monumental. Nadie, salvo una vieja que ahora se hallaba en el lecho de muerte, aspirando unas cuantas veces más.
Apuesto a que también lo han olvidado ustedes, es la naturaleza del ser humano: olvidar para progresar. Olvidar para poderse perdonar, para mejorar. Pero hay quienes no olvidan, como esta pobre anciana, quien lloró sus últimas lágrimas antes de abandonar este mundo, al que no parecía importarle su sufrimiento, sus sueños e ilusiones destrozadas, su tormento, su vida arruinada y consumida por el llanto y la aflicción.
La noche de la que hablamos, la nana Ramona enloqueció. Se disponía a apagar las velas y preparase para ir a la cama, cuando de pronto sucedió. Les podría decir que fue el frío el que hirió su mente, que su devoción por los santos trastornaron su consciente o que el diablo la convenció de cometer tal hecho atroz; podría decirles esto y mucho más, pero lo cierto es que perdió la razón hasta un punto increíble.
Cuando los padres ya se hallaban en su tercer sueño, cuando la gente del pueblo se hallaba lejos y pendiente de sus propios sueños, cuando ya nadie prestaba atención al frío de la noche -a las espadas que ultrajaban gente-; la nana se dirigió al cuarto de Luisito, le sacó de la cama, le desvistió y le llevó a la parte posterior de la casa. Ahí, entre el frío de las rocas y excremento de los puercos, le degolló y separó cada uno de sus miembros. Cortó cada uno de sus ligamentos, dejando el cuerpo del niño desbaratado cual si fuere un rompecabezas. La calidad del corte y la precisión de los mismos dejarían desconcertados a toda la gente. Al terminar, colocó cada pieza en su lugar. La sangre, congelada y aglutinada, unió las piezas el tiempo suficiente, hasta que los padres se despertaron y descubrieron su mala suerte.
Ramona desapareció esa noche y ya nadie volvería a reconocerle, ni siquiera ella misma.
Muchos años después, después de llorarle a Dios con fe ferviente, después de intentarlo por su cuenta muchas veces, después de desvanecerse por las noches y volver a armase por las mañanas; Ramona murió, esperando que sus lágrimas lavaran su alma y enjuagaran su suerte. Esperando que el fuego del infierno fuese lo suficientemente caliente como para reducir a cenizas su agonía, para apagar su mente.
Sus últimas lágrimas fueron negras, nadie comprendió nunca el porqué.