— Estaré bien –me dice y observa con esos ojos opacos y profundos.
Su voz se escucha débil y ha perdido el color en el rostro. Apenas puedo ver su cabeza y manos entre los pliegues de las sábanas. Esas manos tan arrugadas y llenas de cicatrices me transportan a mi infancia, cuando estuve internado en el hospital y me someterían a una cirugía. Me pregunto si estuve en la misma habitación. No, no lo creo, aquí todas son iguales y además ha pasado mucho tiempo como para recordarlo.
En esa ocasión mi madre sostuvo mi rostro entre sus manos y dijo, sin pestañear una vez siquiera:
— Vas a estar bien, ¿sabes por qué?
Imagino que no tuve una respuesta. Cuando se es niño, uno tiende a ver las cosas más grandes y terribles de lo que en realidad son. Así que continuó:
— Vas a estar bien porque estaré contigo todo el tiempo.
Luego me dio un beso en la nariz y acarició mi cabello hasta que me he quedado dormido.
La veo ahora entre las sábanas y siento un vacío en el estómago. Me acerco, pongo una mano en su rostro pero no encuentro palabras. Ella cierra los ojos y se sumerge en otro sueño.
Un par de enfermeras entran y me dicen que iniciarán los preparativos para su intervención a la mañana siguiente. Entonces salgo y me dirijo a la cafetería, no he probado bocado en todo el día.
Cuando alcanzo el primer piso descubro que todos corren de un lado para otro. Huele a miedo y estrés. Me hago a un lado para dejar pasar una camilla que trasporta a un muchacho inconsciente. Su madre corre detrás hasta que uno de los médicos le corta el paso, entonces grita y llora, y yo siento que el corazón se me hace pedazos.
Ya en la cafetería pido ensalada y café. Me siento a una de las mesas e intento comer algo, aunque no puedo encontrarle sabor. El café me cae bien y ayuda a relajarme.
Debería estar junto a mi madre, pienso, pero me encuentro deseando estar en otra parte. Qué difícil es todo esto, me pregunto cómo le hacía ella para estar siempre presente. La veía siempre tan fuerte, tan imperturbable. Recuerdo al muchacho y la madre llorando en los pasillos, ¿lloraría también la mía cuando yo no podía verla? Es probable que sí.
Camino a la habitación y me doy cuenta que he pensado los últimos minutos en el muchacho, entonces me acerco al módulo de atención y pregunto por él.
Un paro cardiaco, me responden.
Un paro cardiaco y él tan joven.
Llego a la habitación y mi madre está dormida. Me acerco a ella y tomo una de sus manos entre las mías. La observo, está tan tranquila. Me acuesto en el sofá e intento conciliar el sueño, pero este me elude. No puedo apartar a esa mujer de mi mente. Su dolor, ese dolor que te corroe y te hace perder la cabeza. Las lágrimas empapando su rostro. Tan sola, tan triste.
Después de varias horas de dar vueltas decido salir a caminar. No me doy cuenta, llego sin pensarlo al piso donde se encuentra el muchacho. Le miro a través del cristal. Pálido, vacío.
— Se llama Rodrigo –dice la madre, se acerca a mi secándose los ojos hinchados con la manga del suéter.
— ¿Qué es lo tiene? –pregunto.
— Es su corazón –me dice–, está por apagarse.
— ¿Qué dicen los médicos?
— Que no hay más que puedan hacer por él –responde–, necesita un trasplante.
No sé qué decir, solo giro y lo observo una vez más por el cristal. Luego regreso de alguna forma a la habitación de mi madre y me acuesto en el sofá.
Los trasplantes son cosa seria y costosa, eso lo sé muy bien. Tuve que vender todo lo que tengo para conseguir el de mi madre y, lo que es más, tuvimos que esperar por meses. Los doctores dijeron que moriría cualquier día. Hoy cuando desperté y la encontré inconsciente creí que todo estaba perdido, conduje hasta el hospital sin saber qué otra cosa hacer. Cuando se la llevaron en la camilla mi teléfono sonó, me avisaban que habían encontrado un corazón para mi madre.
Hoy, precisamente hoy, Rodrigo muere porque necesita un corazón.
La cabeza me da vueltas, no soy de los que creen en el destino, pero no puedo apartar la idea de mi mente.
Me levanto, mi madre está despierta y me observa. Me acerco y la observo en silencio. No sé por qué no puedo ser la mitad de fuerte que ella. Me pregunta lo que ocurre y escucha mi historia hasta el final. Luego reúne todas sus fuerzas y levantando un brazo me acaricia el rostro y me dice, con una voz débil y pausada:
— Estaré bien.
Siento un gran dolor en el pecho, como si el vacío en mi estómago se inflara y ocupara todo mi ser. Entonces lloro hasta que ya no tengo más lágrimas.
Cerca del amanecer regreso a la habitación de Rodrigo. Su madre está sentada junto a él, pero tiene la mirada perdida. Me acerco y los observo por un largo tiempo, luego comienzo a platicarles sobre mi madre.
Les hablo de aquella ocasión cuando estuve en el hospital. Les cuento lo que tuvo que hacer para que pudiera seguir en la escuela y lejos de problemas. Del trabajo, de las cicatrices en sus manos, de lo mucho me ama y cuanto sacrificó para que nada me hiciera falta. Les hablo de lo enferma que se encuentra, de la angustia y desesperación para encontrar un corazón. Les digo que a pesar de las lágrimas, ella les cede esta oportunidad. Les digo que tal vez, después de todo, no están solos.
Ellos hacen lo único que se puede hacer en estos casos, llorar.
Los estudios comenzaron y el corazón resultó ser compatible. Al poco tiempo la operación se llevó a cabo y resultó satisfactoria. Todo esto lo escuché después.
Esa mañana regresé a la habitación de mi madre. La encontré despierta y observando un rayo de sol que se filtraba por la ventana. Me miró y le encontré una sonrisa. Luego una lágrima corrió por una de sus mejillas y se perdió entre sus cabellos. Tomé sus manos entre las mías, su rostro irradiaba paz. Luego cerró los ojos y no volvió a abrirlos nunca más.